Publicado en ABC el 4 de diciembre de 2024
Es difícil ser objetivo al hablar de un padre, y creo que además no quiero serlo.
Mi padre fue un hombre extraordinario.
Tengo tres razones para calificar a mi padre así: era fuerte, era observador y era natural.
De estas tres cualidades no fui consciente hasta que le dio un ictus, hace 13 años. Hasta entonces yo había vivido con bastante normalidad el hecho de su fama dentro del mundo de la montería a nivel nacional, había vivido con naturalidad su extraordinaria habilidad para alcanzar prestigio entre una élite y poder vivir de ello. Yo lo había vivido así. Pero fue cuando le vino esa enfermedad que le dejó reducida su capacidad de expresión y comprensión oral, la afasia producida por el ictus, y que le impidió relacionarse como lo hacía antes, cuando me di cuenta de su fortaleza de carácter. Lejos de darse por vencido, insistió durante años en hacer ejercicios de rehabilitación, a pesar de haber sabido por su médico que tenía muy pocas posibilidades de recuperación, y cuando ya dio por imposible la vuelta a la normalidad, mantuvo una sorprendente presencia de ánimo que lo acompañó hasta el final. Jamás se quejaba. Cuando tenía un nuevo episodio de salud, que fueron muchísimos, no se quejaba, sino que lo manifestaba con naturalidad y nos pedía que lo llevásemos al médico, pero siempre contento, con una sonrisa en la cara, y con un gesto amable para el que lo ayudaba. En este sentido Rosa Luque ha dicho de él: “un hombre que ante todo quiso vivir feliz sin hacer daño a nadie. Y creo que lo consiguió.”
Pero cuando verdaderamente demostró su fortaleza fue antes de todo esto, antes de que yo supiera apreciarlo, cuando tuvo que sacar adelante a su familia después de sufrir un infarto en su puesto directivo del que fue apartado, y prejubilado. Y la sacó adelante cuando sus hijos estábamos aún a medio formar, ya que mi hermano Mariano aún no había acabado en la universidad, yo la estaba empezando y mi hermano Ricardo ni siquiera la había comenzado. Esta vez la fortaleza la demostró reinventándose, como se dice ahora, y haciendo una carrera de artista que le resultó aún más rentable que la del banco, además de más satisfactoria.
Mi hermano Mariano me llamó la atención sobre otro hecho importante en cuanto a su fortaleza, y que sucedió aun antes de yo tener uso de razón, en 1969. Fue capaz de renunciar a una carrera de artista en la que la crítica le era favorable, a lo que sirvió de impulso el ser comisario de las salas de arte del Círculo de la Amistad, para dedicarse plenamente al banco y a sacar adelante a su incipiente familia, dando fin a la primera de sus tres etapas pictóricas, pero empezando a labrar su fortaleza de carácter.
Otra característica que lo hacía excepcional era su capacidad de observación. Y de esta tampoco fui consciente hasta muy al final de su vida. Se daba cuenta de todo. Por pequeño que fuera el detalle, no se le escapaba nada de lo importante, que después era capaz de colocar con precisión en una escala de prioridades bien calibrada después de una vida plena, lo que le llevaba a hacer comentarios muy acertados, aunque desgraciadamente tenía que expresarlos con el filtro de su afasia. Caí entonces en que fue esa capacidad de observación la que lo llevó a hacer un vocabulario de la montería para el que estuvo atento a conversaciones que otros despreciarían; un libro, llamado Montear en Córdoba, en el que describió con mucha gracia las fincas de nuestra sierra y que ha sido muy consultado por los aficionados; y unas novelas plagadas de costumbres descritas con la precisión de quien las ha observado con cariño. Observar primero ”bien y despacito”, para que luego lo escrito tenga interés. Y así hasta 20 libros, convirtiéndose en el autor cinegético con más libros publicados según nos recordaba el Marqués de Laserna (antes Laula) en su artículo de despedida.
Y una tercera característica que le hizo grande fue su naturalidad. Vivió con naturalidad sus cambios, sus éxitos, e incluso sus problemas. Recuerdo como una de las primeras veces que el Samur lo sacaba en camilla de su casa, por un infarto quizás, en el momento que se cruzó conmigo debió ver mi cara de preocupación y me hizo un breve guiño de los suyos, que restaba importancia a aquella situación traumática con un gesto natural y despreocupado.
Era natural también en su pintura. Como ha dicho Luis Miranda en su artículo de despedida de ABC: “fue sobre todo un vanguardista, que quitó de un plumazo las telarañas a la pintura de tema taurino con el cartel de la inauguración del Coso de los Califas, y que no necesitó epatar para llevarla a terrenos modernos”.
Y era también natural en su prosa, que era fluida y exenta de pretensiones. Siempre me decía que para escribir bien había que hacerlo de forma sencilla: “Cuando estés escribiendo y te salga una frase importante, deséchala inmediatamente”. Resulta paradójico que a base de desechar frases importantes salieran textos tan celebrados. Me decía mi amigo de la infancia, y ahora académico, Rafael del Campo, que mi padre escribía al nivel de los mejores, y me nombraba a escritores que me hacían ruborizar. Yo lo tomaba a broma. Pero el pasado uno de octubre empecé a pensar que lo decía en serio cuando lo publicó en uno de sus artículos al equiparar la calidad de la prosa de mi padre con la de Delibes y la de Cela.
Fuerte, observador y natural. Aparte de estas tres virtudes, tenía unas habilidades que son más conocidas, ya que fueron las que le dieron fama, como la capacidad de interpretar la realidad, tanto con el pincel como con la pluma, incluso con la cera que llevaba al bronce. Sin embargo tengo la creencia de que sin aquellas virtudes, estas habilidades no lo hubieran convertido en el artista con mayúsculas que fué.
El Señor se ha llevado a mi padre poquito a poco, quitándole facultades con el paso del tiempo. Y pienso que quizás lo haya hecho así para darnos una lección a los que estuvimos cerca de él. Para mostrarnos que el éxito no se consigue solo por tener unas habilidades naturales, al fin y al cabo cada uno tenemos las nuestras, sino por la confluencia de éstas con el cultivo de unas virtudes que van arraigando en la personalidad y que no desaparecen con las dificultades, sino que, muy al contrario, salen a la luz para hacer más grande al que es capaz de superarlas. ¡Gracias Papá! Y perdona si he puesto alguna frase importante, pero te la has ganado.
Fernando Aguayo.